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viernes, 3 de mayo de 2013

La Culpa



Leía las noticias con angustia y dolor. Ahora parecía que la generación de pequeños conflictos, guerras étnicas, tribales, religiosas y demás especies, en ciertos sectores emergentes del planeta, favorecían mucho más al comercio de armas que las confrontaciones grandes, multitudinarias y largas en el tiempo. Era mucho más rentable el enfrentamiento entre grupos pequeños por corto tiempo. Los absurdos derramamientos de sangre, la aniquilación de aldeas enteras donde casi no había otra cosa que ancianos, mujeres y niños era algo que desintegraba su ánimo y sus ganas de trabajar. Claro, no se trataba solamente del comercio de armas de mano. Los tiranuelos de turno habían descubierto que podían, merced a los diamantes y el petróleo, tener acceso a tecnologías más atractivas que los ejércitos ordinarios y entraron al mundo de la robótica. Los capitanes de dicha industria les diseñaron mecanismos autónomos con mando a distancia para que “jugaran” a la guerra desde su piscina palaciega o desde el mismo recinto del harem. Claro, la eficacia de estas atroces máquinas era mucho más alta que la de un hombre, un carro blindado artillado robótico no gastaba una bala si no daba en el blanco, sin hablar de los lanzallamas, lanzagranadas, etc.
Para colmo los ingenios estaban dotados de un cerebro artificial altamente inteligente que podía hacer básicamente de todo. Todo esto solo redundaba en una mayor eficacia a la hora de hablar de muerte, a tal punto que la formidable acumulación de cadáveres hacía que el hedor a putrefacción se extendiera por centenares de kilómetros a la redonda ofendiendo el olfato de jeques y mandamases de facto, por no hablar de pestes y otras yerbas generadas por semejante masa orgánica en descomposición. De esta manera decidieron que para seguir “jugando” deberían, luego de una matanza medianamente masiva, rociar los cuerpos resultantes con los lanzallamas para evitar interrumpir la “diversión”.
Si bien era un tema que sensibilizaba a cualquiera, a él lo demolía, dado que su trabajo consistía en el diseño de cerebros artificiales. Cuando comenzó a trabajar en el Departamento de Diseño Bio-fotónico de “Roberson Cyber Sistem” propuso implantar en los cerebros cláusulas restrictivas respecto a los daños a seres humanos y la propuesta fue rápidamente aceptada. Más luego la competencia hizo contacto con “esos tipos” y la generación de inofensivos ingenios utilitarios, beneficiosos para el Hombre, perdió vuelo a manos de la formidable rentabilidad de los sistemas bélicos “para jugar”. La codicia junto con la caída del paquete accionario de Roberson hizo que el directorio decidiera anular toda cláusula restrictiva y se lanzó frenéticamente a la producción de juguetitos para genocidas.
Los cerebros bio-fotónicos implementados fueron los de su diseño… y arrasaron con el mercado, por efectivos y eficientes…
Era por eso que, razonable e indirectamente, se sentía responsable del setenta y cinco por ciento de las matanzas tribales, raciales y religiosas del mundo entero, además del potencial peligro que significa que casi todos los misiles intercontinentales del primer mundo llevaran cerebros de su propia autoría.
Era por eso, también, que miraba el arma en su mano con expresión vacía y determinada. Y fue por eso que llevó el arma a su sien derecha y apretó el gatillo sin dudar un instante, pulverizando gran parte de su cabeza.

                                       …………………………….

El estampido resonó como un trueno en el exterior. Muchos, sobresaltados y alarmados, corrían de aquí para allá buscando el origen de la detonación. Las puertas de algunas oficinas se abrían y sus ocupantes mostraban expresiones de curiosidad, alarma y ansiedad. Rápidamente llegó personal de seguridad de la empresa ordenando a los alterados empleados que desalojaran el piso. Rápidamente, solo quedaron los guardias y decidieron inspeccionar oficina por oficina pero no hizo falta, solo una tenía su puerta cerrada. Al entrar en dicho claustro encontraron a quien originó el escándalo.
Aún tenía el arma en su mano, caliente y humeante. De su cabeza solo quedaba algo más que la mitad.
Cuatro fornidos guardias hicieron falta para cargar al robot hasta el desarmadero, cuyo destruido  cerebro bio-Fotónico estaba, hasta hacía diez minutos, dotado de las tan famosas cláusulas restrictivas.

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La Cepa.



Habían llegado de muy lejos, desde la mismísima capital del Imperio. Aterrizaron cuando las primeras tenues luces de un pálido Sol apenas besaban la arena árida y sin vida de ese recóndito planeta en los confines de la galaxia. Se movían con una precisión sincronizada tan notoria que evidenciaba un entrenamiento intenso y sistemático.
Iban armados y uniformados.
Al abrigo de la homogénea masa marchaba un grupo muy diferente. Si bien vestían ropajes similares, su atuendo no constituía un uniforme obligatorio y no portaban ningún tipo de armas, solo valijas metálicas.
Parecían asustados e incómodos, sus cabezas girando, sus miradas alarmadas disparadas a los cuatro puntos cardinales, como buscando algún peligro al acecho.
Claro, como nada se movía en kilómetros a su alrededor, como nadie les había salido al encuentro, todos sus temores “parecían” exagerados…

Carlos Torren trabajaba en la oficina de Asuntos Protocolares, su primer y único trabajo, y siempre llegaba un par de minutos antes que el horario fijado.
Le gustaba su trabajo.
Aníbal Minsk era otra historia. Siempre llegaba un par de minutos tarde, a las corridas y agitado.
Eran amigos entrañables y durante “Los Días Del Caos” enfrentaron todas las calamidades hombro a hombro.
Carlos registró su ingreso en el lector de tarjeta, pasó el molinete más solo se adentró dos metros y se detuvo de frente a la entrada. Miró su reloj y pensó: “En un   minuto ocurrirá…”.
Y tal cual lo predijo, un minuto después un hombre entraba corriendo precariamente vestido, se arrojaba sobre el lector, introducía la tarjeta y registraba su ingreso.
Era Aníbal.
Carlos, que contemplaba diariamente el evento, nunca dejaba de causarle gracia y siempre le arrancaba una sonrisa divertida. Inútiles habían sido los intentos para tratar de hacer recapacitar a su amigo, así que solo se limitaba a sonreír con simpatía y esperar al pintoresco hombre para transitar juntos el trayecto común hacia sus respectivas oficinas. Un agitado Aníbal se plantó junto a Carlos y balbuceó un trabajoso “Hola…”
“Hola, idiota.” Respondió Carlos. Ambos iniciaron el archi conocido camino.

La edificación se mostraba polvorienta y abandonada, una enorme mole de cemento ruinosa, ominosa y silente, parecía inofensiva pero solo era una engañosa apariencia. Los soldados permanecían semi ocultos, casi enterrados en la arena, pero sabían que era inútil, serían detectados y muchos de ellos no volverían a la nave. Unos metros más adelante el comandante del pelotón y dos de sus oficiales observaban el bunker con lentes de aproximación y trataban de delinear alguna estrategia de captura.
Pero sabían a que se enfrentaban…
El ataque llegaría y sería arrasador, la gran mayoría de sus hombres serían destruidos, pero si lograba ingresar aunque más no fuera con un grupo mínimo y todos los científicos la misión podría resultar exitosa. Miró hacia atrás, hacia la casi docena de hombres que, en retaguardia y protegidos, temblaban en silencio al tener que vivir una situación marginal a su vida habitual. Eran los científicos. Si algo les pasaba, aunque más no fuera a uno de ellos, la misión estallaba y el largo viaje hacia ese remoto planeta sería en vano. Era absolutamente conciente de la precariedad con la que el Poder Central los había embarcado en esta aventura, incluso de lo dudoso de la misma, pero eran militares y debían obedecer sin cuestionar nada. Incluso el grupo de científicos pertenecía al ejército y estaban afectados por las mismas reglas pero carecían del entrenamiento indispensable para enfrentar semejante situación y solo la desesperada crueldad de un sistema de gobierno decadente podía ponerlos en semejante trance. Nunca en la historia un hombre de ciencia había sido puesto directamente en el frente de combate de una confrontación.
Observó ciertos imperceptibles movimientos en el paredón norte del edificio. Se calzó los lentes de aproximación…      

No había nada que Carlos anhelara, su vida era tranquila y constante, predecible, exactamente como el quería que fuera. Fue por eso que en “Los Días Del Caos”, los años, largos años, en que la raza humana casi pierde su planeta casi pierde la razón. Aníbal, en cambio, era todo fortaleza, coraje, combatividad.
Hasta parecía feliz…
Solo gracias a él era que había podido soportarlo, zanjar semejante trance. Y ahora que era tan dichoso, Aníbal…
Habían aparecido de un momento a otro sembrando la desgracia entre la población, implantando le infelicidad y el desasosiego.
Hacía ya tantos años…
En ocasiones Carlos perdía el hilo de sus pensamientos a punto tal que, por ejemplo, no recordaba como todo había vuelto a la normalidad. Se perdía en lapsos reflexivos y su mente le impedía avanzar, sus pensamientos se apagaban, quedaba suspendido en el vacío. Fue así que la llegada de Aníbal lo sobresaltó a punto tal que volcó la taza de café que bebía manchando de marrón el puño derecho de su impecable camisa blanca. Consternado, clavó la mirada en la mancha, esto para Carlos constituía una fatalidad, un evento de tal gravedad que seguramente afectaría su ánimo el resto del día.
“Lo siento…” intentó disculparse Aníbal conciente de lo que significaba semejante accidente para su amigo.
Carlos levantó su mirada hacia el recién llegado. Sus ojos estaban vacíos.

Solo el veinte por ciento del pelotón llegó hasta la puerta de ingreso del edificio pero el total de la plana científica estaba intacta. Atrás solo quedaba muerte, fuego y humo. Arena candente y cuerpos chamuscados, el ataque había sido de una ferocidad atroz. El maltrecho grupo resultante casi estaba sin munición pero las defensas enemigas necesitarían algunos minutos para reiniciar las hostilidades.
Había poco tiempo…
Aplicaron los explosivos a las enormes puertas de ingreso y se apartaron. Debieron repetir la operación cinco veces hasta vencer la tremenda fortaleza del portal. Cansados y heridos penetraron en el oscuro interior, cautelosos, alertas. De golpe, una nutrida metralla los bañó de sangre. El comandante, único oficial del grupo, observó como casi terminaban con  sus hombres. Solo quedaban él, cinco soldados y los científicos. A pesar del desastre ordenó el avance a toda carrera y tras correr trescientos metros desesperadamente bajo el fuego enemigo llegaron un paredón donde casi sin fuerzas se echaron cuan largos eran. Esperaron un par de minutos pero nada sucedió, la agresión había cesado. Lentamente se pusieron en pie entendiendo nada, los tenían a su merced pero no los atacaban, ¿por qué?. Miraron a su alrededor buscando una explicación…

Por más que refregó y refregó, la mancha resistió los embates de Carlos. Aníbal lo observaba con expresión ausente y apenada.
Carlos era un individuo escrupulosamente pulcro y la mancha seguramente le quitaría un porcentaje de felicidad.
Eso era malo.
La felicidad era el capital más valioso que se manejaba en esos días, ser feliz era ser una criatura plena. El trance que le tocaba transitar a su amigo era de tintes dramáticos. La dicha lograda desde hacía tantos años valía por cada gramo disfrutado y no se podía resignar nada por una maldita mancha.
Finalmente, y con una expresión de auténtica y total derrota en el rostro, Carlos se entregó. No había manera de conseguir otra camisa así que debía terminar el día laboral con una incómoda mancha de bordes levemente circulares y unos ocho milímetros de diámetro, todo esto aproximado, claro.
Aníbal se alegró de que el menú del día de la fecha, anunciado el día anterior, se hubiese confirmado hoy, sándwich de jamón y queso con lonjas de tomate y cebolla. De haber variado hubiera constituido su mancha de café. La alegría y la dicha era algo grande conformado de pequeñas cosas, así estaba escrito.
Sin embargo Aníbal podía hacer algo por su amigo resignando algo él mismo. Las bebidas cola lo hacían intensamente feliz pero las de lima no lo hacían infeliz, tan solo no lo hacían tan feliz como las de cola. 
Llevó su mente al momento del almuerzo y deseó con toda su alma una bebida de lima con tal que la mancha desapareciera.
Cuando ambos se sentaron a la mesa, Carlos era plenamente feliz y Aníbal no tanto como hubiera podido serlo pero había ayudado a su amigo.

El tablero descubierto en el muro exhibía una tenue línea de luz azul que variaba su intensidad con el paso del tiempo. Uno de los científicos dio un paso adelante y sonrió al comandante con expresión de alivio. Era una central de control, todas las teorías comenzaban a confirmarse…y eso era bueno. De un solo disparo un gendarme la destruyó y el muro comenzó a desdibujarse hasta que desapareció. Lo que se mostró ante el disminuido grupo aterró y, a la vez, alivió a todos.
El aviso subetérico que llegó al Poder Central se confirmaba: El planeta había sido invadido.
Comenzaron a pasearse por el descomunal recinto atestado de sillas y, en ellas, personas sentadas, con mirada ausente, pálidos, desprovistos de toda vida, cientos de seres humanos, sucios, abandonados. El virus invasor había ultrajado sus cerebros, los científicos conocían la cepa, sumiendo a sus anfitriones en un sueño eterno, preservando el cerebro mientras el resto del cuerpo se corrompía. Había una sola manera de destruir el virus sin que se propagara: quemando el albergue que los contiene. Un poco más de tiempo y la cepa se hubiera propagado al espacio, invadiendo otros sistemas. Antes que los sentaran en las sillas se habían hecho construir un sistema autónomo de defensa, así de inteligente y peligrosa era la cepa, vieja conocida de los científicos que acompañaban a los gendarmes. Comenzaron con la tarea de sembrar las bombas incendiarias…

La sensación fue, en un principio, de profundo abandono. Luego se sintieron flotar, leve, blandamente. Aníbal sonrió a su amigo mientras fluía mezclándose con la energía. El cosmos los recibía propiamente como integrantes universales, ancestrales.
Nunca habían sido tan felices, juntos, junto a todo y todos para toda la eternidad.
 
El fuego, ardiente, arrollador, consumió cuerpos y virus por igual, entre ellos, los de Carlos y Aníbal. 

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Crónica de Los Inútiles



Nota Del Autor: Este es un relato de ficción, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

El ambiente de la oficina era como la de cualquier ambiente burocrático de país de tercer mundo: Desorden y caos. Aunque esto podría obedecer a muchas cosas:
-          Un exceso de actividad. No era el caso de esa oficina. Aunque no le faltaba trabajo, poca o ninguna importancia se le daba.
-          Una ausencia absoluta de actividad que justificara la inmediata desaparición de la repartición. De esta manera la acumulación de expedientes y biblioratos desparramados por todas partes en dramáticas e inestables pilas, los armarios abarrotados de papeles inútiles, las mesas donde vegetaban las máquinas de escribir y las obsoletas computadoras de la década pasada que jamás se encendían hablarían de una “virtual” ocupación plena, engaño tal que solo podría prosperar ante la mirada inadvertida de un inocente observador poco familiarizado con las tramas del ambiente estatal. Pero tampoco era este el caso de esta oficina.
Se podrían seguir citando una multitud de posibilidades centradas en la actividad parasitaria de muchas de estas oficinas, reparticiones, delegaciones, ministerios y decenas de otras nefastas creaciones únicamente concebidas para el oprobio de quienes deben someterse a su actitud abúlica, perezosa y mafiosa, esos ciudadanos comunes que, en su calvario, deben recorrer sus interminables pasillos buscando alguien que les de alguna importancia a las infernales cantidades de tiempo improductivo perdido en trámites de cualquier tipo, aunque sean de la más sencilla resolución. Es que desde las planas más elevadas hasta los empleados rasos de los escalafones del fondo de la absurda y deforme pirámide que define los escaños se ignora en forma axiomática que son esos mártires heroicos quienes pagan sus sueldos y fomentan involuntariamente sus actitudes cuasi-delictivas y sus conductas injustificadas.
Pero claro, ¿a quien importa el ciudadano común en un país como este?  .
En esta desabrida sopa burocrática nadaba Emilio Duarte que, como rezaba el descolorido letrero escrito en el sucio vidrio de la desvencijada puerta de madera de su oficina, era el Secretario de Asuntos Científicos del Ministerio de Salud a nivel nacional. Había ingresado al ministerio como cadete de limpieza merced a un contacto político proveniente de su padre apenas terminado sus estudios secundarios y su personalidad encajó perfecta en el rompecabezas, pero no como una pieza existente sino como si le hubieran hecho otro agujero a la matriz original. De esta manera su carencia de personalidad y su ausencia total de talento para otra cosa que no sea la vegetación, la mediocridad y una innata habilidad para pasar inadvertido hicieron que quienes lo rodeaban nunca se fijaran en él y no lo vieran venir. Inexplicablemente se lo vio ascender en el escalafón y muchos inútiles como él se preguntaron como era que ese inútil había progresado tanto. Claro, le llevó cuarenta años, cuatro décadas de calentar sillas, sillones, sofás, mesas o cualquier cosa donde sea que haya posado su culo durante ese tiempo; horas, días, meses, años de nada, solo parasitar.
Hacía ya tres años que ocupaba ese cargo al que ni él mismo se podía explicar como había accedido pero, claro, no era hombre de mucha meditación que digamos, solo comía, cagaba y dormía. Teóricamente esa sección del ministerio debía evaluar la viabilidad de proyectos científicos, muchos de los cuales podrían contribuir a mejorar la calidad de vida de las personas. Es justicia, también, mencionar que muchos de los expedientes presentados eran disparates de tal magnitud que muy lejos de prestarle la menor atención solo llamaba a la risa pero estos trabajos tenían el mismo tratamiento que los serios: La ignorancia absoluta.
Es más, era muy probable que a alguno de estos disparates se les diera curso por encima de aquellos que los aventajaban en turno y seriedad. En esto se podía inferir la acción de alguna mano negra proveniente de las más oscuras madrigueras políticas. A Duarte no le importaba nada, solo hacía lo que le decían. Y hacía muy bien. Si de su aptitud dependía, era mejor que no hiciera nada, dado que cualquier acción suya solo podía terminar en bochorno. El sabía que por eso estaba donde estaba, si de algo era muy conciente era de la posesión de una perfeccionada y pulida idiotez que lo hacía el idiota perfecto para los turbios manejos de sus superiores que solo pensaban en sus cuentas bancarias y sus intereses personales por encima de las obligaciones hacia la gente común, aquellos ilustres desconocidos que los habían indirectamente elegido para que ocupen sus privilegiados puestos políticos depositando su confianza en estos mentirosos personajes con la ilusión de una mejora en sus vidas. Duarte no era siquiera un títere dado que ni hilos hacían falta para manejarlo a voluntad. Era un “gana sueldo” como se le decía en la jerga del ambiente a gente como él, como si existiera otro tipo de empleado público. Nada le importaba lo que se dijera de él, se limitaba a llegar puntualmente a su “trabajo”, sentarse en su sillón y dedicarse a mirar el reloj cada veinte o treinta minutos a la espera de la hora de salida, jugueteando con un lápiz o tirando bollitos de papel al cesto. Su salario, si bien nada descomunal, era por lejos muy superior a uno de cargo similar en el ámbito privado. Pero la diferencia universal y dramática era que un hombre de su mismo escalafón en una empresa privada debía, primero “trabajar” y segundo quizás debiera cumplir jornadas promedios de diez, hasta doce, horas de permanencia mientras que Duarte, al igual que todos los de su calaña, cumplían religiosamente seis horas de permanencia en sus lugares de “trabajo”. El abuso del sector privado montado en la creciente desocupación y las sucesivas flexibilizaciones llevadas a cabo para combatir el desempleo pero que llenó las calles de desocupados, hacían de los trabajadores poco más que esclavos medievales y de sus amos prósperos acaudalados feudales. Duarte leía todo esto en el diario, actividad que le ocupaba gran parte de la mañana, con una expresión indiferente en el rostro, la preocupación por un semejante formaba parte de esas cosas que ni se le cruzaban por la mente. “Cada uno en su quintita…” era una sus expresiones frecuentes y favoritas. No tenía familia, estaba solo en el mundo, y nunca había formado pareja estable como para conformar su propia familia, no siquiera se podía hacer cargo de un gato… un lápiz quizás si. Gracias a Dios, su estirpe terminaría con él. Solo le faltaban dos años para su jubilación y pronto vendría el “merecido descanso”, cinco años antes que si se hubiera desempeñado en el sector privado, otro privilegio injustificable.
Pero todo puede suceder y lo impensado ocurrió. Lo había leído en el diario, una noticia de poca monta. Nunca pensó que su oficina formaría parte de eso, nunca se le ocurrió, aunque nunca, en verdad, se le ocurría nada.
Cuando el teléfono sonó se lo quedó mirando como tratando de entender que era ese ruidoso aparato. Apenas si había sonado dos veces el último mes, una era una llamada equivocada y la otra era de su amigo de contaduría para avisarle cuando se cobraba, como lo hacía todos los meses. Aún se estaba lejos de la fecha así que no había razón para que ese teléfono sonara y, con una expresión de alarma en el rostro, lo miraba sin saber que hacer. Finalmente y con mano trémula tomó el auricular.
-          Secretaría… - Dijo con voz insegura.
-          ¿Duarte?  . Habla Carrascosa. Lo necesito en mi despacho luego de las catorce. – Y la comunicación se cortó.
Un ahogo atenazó su garganta. Las catorce era la hora en que terminaba su horario. De ocho a catorce. Carrascosa era el director de la repartición. ¿Por qué lo había llamado a él, cinco escaños abajo en el escalafón?  . ¿Por qué no lo había llamado su superior inmediato?  . La idea de quedarse fuera de horario lo llenó de pánico. ¡Nunca había ocurrido!  . ¡En cuarenta años!  . El hecho de trastornar su rutina, su inquebrantable rutina de todos los días lo agobió. Salir del ministerio, saludar al guardia, tomar el tren, bajar en Parque Casas, caminar las diez cuadras, llegar a su hogar, tomar te con bizcochos, mirar el noticiero, la novela, irse a dormir y cerrar el ciclo. Lleno de pánico comenzó a tejer todo tipo de conjeturas y pronto fue presa de la angustia elevando la frecuencia de sus miradas hacia el reloj pero estas trasluciendo ahora un ánimo muy distinto. Comenzó a pensar frenéticamente si había algo que hubiera hecho que mereciera algún tipo de consecuencias pero la respuesta era tan lógica como clara, no podía haber consecuencias porque no hacía nada. Se levantó de su silla para caminar un poco en el ámbito de su estrecha y apestosa oficina. Dos años, tan solo dos años, no podía ser esto el derrumbe de su sueño más anhelado: Jubilarse.
La hora señalada llegó como un acontecimiento muy esperado y temido. Tomó su miserable portafolios donde reposaban solamente un llavero y los restos del almuerzo preparado en casa y se encaminó hacia la puerta de su despacho. Salió y cerró la puerta por fuera. La oficina de Carrascosa estaba en el tercer piso por lo que se encaminó hacia el ascensor por el mugriento pasillo atestado de puertas donde centenares de parásitos como él robaban un salario. Los treinta metros a caminar le parecían interminables y sentía que sus piernas se negaban a acelerar el paso. Al llegar a la puerta del elevador, anticuada y medio derruida, pulsó el botón de llamada el cual emitió un desagradable e intranquilizador crujido. Tras un instante interminable el habitáculo se presento ante él sin suavidad alguna y con un cabeceo notable. Ingresó y pulsó el botón tres al mismo tiempo. El corto viaje lo llevó del segundo al tercero y recién allí se dio cuenta que si hubiera usado la escalera habría ahorrado tiempo, pero claro… Tras recorrer veinte metros estuvo frente al despacho de Carrascosa. Su secretaria lo miró indiferente cuando se plantó frente a ella con un dubitativo “Buenas Tardes”. Con un gesto silencioso le indicó una silla, Duarte se sentó obediente mirando su reloj, las catorce quince, su tren ya había partido. Muchos más partieron dado que casi tres horas pasaron hasta que la insulsa mujer le indicó que podía pasar. Pálido y asustado traspuso la temida puerta accionando el brilloso pomo de bronce. Carrascosa parecía muy atareado instalado tras su enorme escritorio de caoba donde prolijas pilas de elegantes carpetas esperaban su atención. Hundido en su despampanante sillón de cuero vacuno hablaba con su móvil mientras una expresión reconcentrada se instalaba en su mirada y varias arrugas surcaban su estrecha frente. Jorge Carrascosa había asumido cuatro años atrás, cuando el partido gobernante ganaba las elecciones y se producía un cambio de color político en el gobierno nacional. Era un auténtico hijo de puta, más aún que el que lo precedió, y era mejor que no fijara la vista en ti, mejor aún si no conocía tu existencia.
Finalmente Carrascosa, luego de veinte minutos de tenerlo de florero, colgó su celular, tomó una carpeta y, sin dedicarle apenas una mirada, se la tendió.
- Tome. – Le dijo. – Haga exactamente lo que aquí se le indica. – Lentamente Duarte se adelantó y tomó la carpeta con mano insegura. Luego la apretó contra su pecho con las dos manos y tras carraspear dos veces no pudo evitar que su voz vacilara entre dos o tres tonos finos y destemplados.
- Si, señor Carrascosa. Mañana a primera hora… - Carrascosa levantó la mirada y lo enfocó por primera vez. Lo que Duarte vio en sus ojos lo estremeció y le cortó la frase abruptamente.
- Usted no sale del ministerio hasta que no haya hecho lo que dice en esa puta carpeta. – Fue la cortante respuesta dicha con voz ronca y cargada de malos presagios. Lo dejó allí parado casi sin respirar. Quería decir algo pero sus labios no se movían. Quería irse y sus piernas no respondían. De su boca solo surgían algunos mudos balbuceos que solo demostraban su absoluto estado de conmoción.
- ¿Qué espera?  . – Carrascosa levantó la vista y al verlo allí una mueca de profundo fastidio se instaló en su rostro antes de hablar.
- Si…si, ya me iba. – Y salio de la oficina casi a la carrera.

La frondosa carpeta comenzaba con una carátula que rezaba:
“11 DE OCTUBRE 2003 – HOSPITAL ESTATAL JOSE ARAOZ”.
Luego seguían los datos locatarios del nosocomio y los personales de unos cuantos médicos que realizaban tareas en el lugar.
Tras la carátula, una copia de una demanda de “Declaración de patrimonio de la ciencia médica” dirigida a la secretaría de la que él era parte. Era un documento habitual para Duarte y casi nunca se le daba curso. Comenzó a leer la demanda línea a línea hasta que al llegar a una frase el asombro casi lo arroja del asiento. Tras los formulismos de rigor y previo a la argumentación rezaba:
“… es que la dirección de este hospital en conjunto con el cuerpo médico antes citado demanda se declare al señor Héctor Cáceres patrimonio de la humanidad y las ciencias médicas para…”.
Era perturbador. Estas personas demandaban la exclusividad para investigar a voluntad a un ser humano. Esto, virtualmente, sería disponer hasta de su propia vida, pero decidió seguir leyendo. Lo que seguía formaba parte de la argumentación y venía acompañado de una nutrida batería documental consistente en exámenes médicos y demás. Prescindiendo del formulismo lo que se relataba era lo siguiente:
Unos cuatro años atrás un hombre era ingresado a la guardia del hospital aquejado de graves disturbios respiratorios y digestivos. Con el correr de las horas sus síntomas fueron empeorando y fue admitido en internación para estudios más profundos. Unos tres días después se le informaba al paciente la presencia de tumores cancerígenos en páncreas con metástasis en pulmones, hígado y estómago. A pesar de los tratamientos a los que podría someterse su situación era terminal y solo le quedaba una expectativa de vida de, a lo sumo, cuatro meses. Como el hombre no quería permanecer internado, fue dado de alta. Quería morir donde vivió la mayor parte de su vida: En la calle. Era un indigente.  
Cuatro años después, hará unos quince días, un grupo de cuatro personas era ingresado a la guardia tras un grave accidente de tránsito. Tres de estas personas mueren poco después de ser admitidas y el cuarto es derivado a terapia intensiva por la gravedad extrema de sus lesiones. Unas horas después empeora cayendo en un coma profundo requiriendo asistencia respiratoria mecánica. Al otro día se lo declaraba con muerte cerebral pero su corazón seguía latiendo. En busca de parientes a los que consultar revisaron sus efectos personales para recabar  documentación o algo que lo relacionara con alguien.
Solo encontró su documento de identidad. Era un indigente.
Una empleada administrativa lo ingresó en los sistemas del hospital para darle curso a su admisión y el sistema le reveló que ya había sido paciente del hospital. Pasó ese dato a internación, para que ellos obtuvieran su hoja clínica, esta fue impresa y pasada al médico que atendía al paciente en cuestión. Cuando el facultativo tuvo el documento entre sus manos un gesto de incipiente asombro se pintó en su rostro.

Agosto de 2003.

Gaspar Jul había estudiado medicina en la universidad nacional y se había graduado sin pena ni gloria en ocho años, la carrera duraba seis. Era un médico del montón, o mucho menos, y lo sabía. A duras penas había logrado ingresar en el hospital cinco años atrás y sabía que su futuro como médico no pasaría jamás de la clínica general, si es que no incurría en algún otro error precipitando por enésima vez la mirada de sus superiores sobre él y, en consecuencia, su inevitable despido. Más de una vez sus acciones requirieron la inmediata intervención de un colega para que algún paciente no terminara peor de lo que había ingresado. O muerto. Era un verdadero peligro y a nadie mejor que a él le cabía el mote de “MATASANOS”. No obstante ello su conciencia no se hallaba demasiado inquieta, nada más lejos de ello, sus noches eran tranquilas y su sueño pacífico y continuo. Solo estaba a la espera de alguna oportunidad que lo lanzara hacia algún cargo administrativo ejecutivo, lejos de las enfermedades y las personas que tanto lo fastidiaban. Sus compañeros de trabajo sabían esto y atribuían sus desaciertos no solo a su falta de aptitud médica sino también su falta de interés en la disciplina médica. Jul era conciente de la falta de aprecio del que era objeto pero no le importaba en absoluto.
Ahora tenía frente a él esta hoja clínica y, a medida que la leía, su respiración se iba haciendo más profunda y acompasada. Tenía ante sus ojos lo que quizás se convirtiera en la oportunidad de su vida. Pero debía ser cauteloso, no podía precipitarse en nada. En el hospital había un hombre que debía estar muerto desde hacía no menos de cuatro años y, sin embargo, vegetaba en la sala de cuidados intensivos fruto de un accidente de tránsito, Héctor Cáceres era su nombre. Si bien no había sido él solo quien había estado involucrado en el caso, “trabajó” por mera casualidad junto a prestigiosos oncólogos que ya no trabajaban en el hospital. Su papel, lógicamente, había sido meramente auxiliar, un mudo testigo. Por consiguiente, su hoja clínica había sido remitida al único médico que aún permanecía en la institución y que figuraba en el documento. Eso si que era tener suerte. Leyó y releyó todos los estudios pero los procedimientos eran impecables y no había lugar para duda alguna. El tipo estaba podrido en cáncer y era imposible que viviera siquiera dos meses más de lo que le habían anunciado. Y menos aún negándose a todo tratamiento. Sin embargo ahí estaba, cuatro años después, muriendo por fracturas múltiples. Estudió los datos personales del hombre y todo coincidía. Lo fue a ver a terapia y la foto en la planilla lo identificaba plenamente, a pesar de las deformidades impuestas por los tremendos golpes derivados del accidente.Comenzó a pensar en los primeros pasos que debía dar, por donde comenzar. Tenía buena relación con el auditor médico y la sensación de que era un tipo que andaba en las mismas que él. Por algo no ejercía. Tomó el teléfono y le llamó.
- Alberto, habla Gaspar. ¿Podemos tener una discreta charla privada en tu oficina?  . -
- ¿Por el tema de Cáceres?  . –
- Si…Oye… -
- Te iba a llamar. – Confesaba el auditor. – Pero me ganaste de mano. –
- ¿Qué vamos a hacer?  . ¿A quien le damos intervención?  . –
- Al director del hospital, por supuesto, pero cuidando que nuestros nombres figuren en todos los documentos. –
- El podrá autorizar todos los estudios. – Decía excitado Gaspar.
- Si, imagínate, se le hará una tomografía a un tipo que está más muerto que vivo. –
Gaspar, al otro lado de la línea, reía pero no por el chiste de Alberto Díaz, auditor del nosocomio, sino pensando cuan jugosos serían los beneficios de todo esto.

                                    ……………………………………..

Emilio Duarte seguía la lectura de la carpeta con un asombro que iba creciendo exponencialmente. Los estudios revelaban no solo que Cáceres no tenía el más mínimo vestigio de cáncer en todo su organismo sino que jamás había sido víctima de dicho mal. Si no hubiera sufrido los terribles traumatismos que liquidaron su cerebro, su vida hubiera sido larga y saludable. Luego de completar la lectura de toda la documentación testimonial se encontró con una carátula que rezaba “Instructivo”. Allí había una serie de órdenes que debía realizar al pie de la letra. Empezar por la primera consistía en llamar a un número de teléfono a cualquier hora. No constaban nombres ni datos de nadie, solo el escueto número de teléfono. Miró el reloj, las diez de la noche. Cinco horas leyendo la carpeta. Su falta de entrenamiento laboral hacía que este ejercicio lo dejara absolutamente agotado pero Carrascosa le había dicho que no se fuera hasta que todas las órdenes estuvieran cumplidas. Miró el instructivo y la larga secuencia de líneas escritas arrojaban una cantidad de horas tal que calculaba que fácilmente estuviera allí aún después de la salida del sol del día siguiente. Se quitó los lentes y se refregó los ojos con los dedos índice y pulgar. La mortecina luz de la oficina arrojaba sombras deformes sobre paredes y piso dando al ambiente un aspecto sumamente deprimente. Miró el teléfono durante un largo minuto hasta que se decidió a tomar el auricular. Finalmente digitó el número.

Principios de setiembre de 2003.

Berna era un hombre exitoso y como tal se define al sujeto que logra cumplir con sus anhelos más preciados. Como ejecutivo de la más prestigiosa multinacional de drogas oncológicas del continente tenía un pasar económico por demás acomodado y siempre pensó que, en virtud del opresivo monopolio que su empresa ejercía en el mercado, este estado de cosas difícilmente podría cambiar.
Hasta que escuchó hablar de Cáceres.
Al momento no existía forma de curar un cáncer, quizás una milagrosa remisión o la maravillosa acción de los medicamentos fabricados en el laboratorio del que él formaba parte, prolongando la vida de los afectados por tal enfermedad pero, ¿desaparecer?  . No, un tumor maligno nunca desaparecía sin dejar ningún rastro, ni siquiera con cirugía. La inquietud surgida en el seno de toda la plana ejecutiva de la empresa era mayúscula. Si, por alguna milagrosa razón, el cuerpo de ese hombre era entregado a un honesto grupo de científicos era muy probable que en base a una detallada información genética fuera descubierta la tan temida cura definitiva del cáncer, algo que lo aterraba. Sus espías apostados en el Araoz le habían informado que no había dudas acerca del hallazgo, el sujeto había enfermado cuatro años atrás y ahora no mostraba signo alguno de que lo hubiera estado. Había que evitar que la prensa se enterara de nada pero Berna sabía muy bien que de alguna manera la información tarde o temprano se filtraría. No era que en el pasado no hubieran podido manipular al cuarto poder, siempre algo se podía hacer, a costos muy elevados claro, cada hombre tiene su precio. De otra manera quien sabe que cosas se podría haber descubierto en perjuicio de la empresa. Bien sabían tanto Berna como muchos de los científicos del laboratorio que la gran mayoría de las sofisticadas drogas que se elaboraban allí no eran más que simples combinaciones de especies botánicas exóticas, diluidas luego con algunos calmantes y demás yerbas para enmascarar la verdadera esencia del medicamento, que en realidad era lo que actuaba. También era cierto que estas insólitas especies habían sido descubiertas por ignotos y abnegados médicos investigadores a los que se les había arrebatado su descubrimiento o se les había comprado por monedas. Todo esto no hubiera sido posible sin el silencio cómplice de las grandes cadenas mediáticas que ignoraban abiertamente la verdad a cambio de sobornos y mega contratos publicitarios, pero ese silencio no podría ser mantenido por demasiado tiempo si no se eliminaba rápidamente aquello que había que acallar. Una vez que hubiera tomado estado público siempre habría intereses formados a partir de ello, los negocios si no se presentan se inventan y existen verdaderos especialistas en estas artes. De todas maneras toda la parafernalia de contactos había ya sido puesta en marcha para hacer que Cáceres siguiera siendo un vegetal común y corriente y que su maldita particularidad o don no fuera nunca conocido por el común de la gente. Para que él y tantos como él pudieran seguir disfrutando de la vida la gente debía enfermar de cáncer y para ello estaba dispuesto a todo. Giró su costoso sillón hacia el amplio ventanal de su despacho y centró su mirada en la panorámica expuesta tras los cristales, en el exterior. Desde el piso que ocupaba se podían observar las terrazas de la gran mayoría de los edificios de la ciudad. Reflexionó acerca de lo difícil que resultaba a veces mantener cierta estabilidad para alguien que solo pretendía vivir tranquilamente de su trabajo. Cuantas dificultades para alguien que, como él, trabajaba honestamente en pos de un futuro para si mismo y su familia. Se quedó así, contemplando el exterior mientras su mente se blanqueaba paulatinamente.

Mediados de Octubre del 2003.

No le gustaba Duarte. De todos los parásitos burócratas del ministerio era con el que menos hubiera deseado tratar. Para ello había una razón de peso y definitiva: Porque era un idiota. Y no un idiota cualquiera. La combinación de su idiotez con su inutilidad lo convertía en el sujeto perfecto para echar a perder cualquier cosa por insignificante que fuera su intervención. Hacía veinte años que trabajaba para la repartición y conocía absolutamente toda la plana escalafonaria, desde el más insignificante cadete hasta el más encumbrado burócrata. De todos ellos el que menos le agradaba era Duarte, por mediocre, por inservible. Le había hablado hacía un par de horas y pronunció la frase que él esperaba, la exacta frase que sus superiores seguramente le habían dado por escrito para que la pronunciara al pie de la letra.
-          Debemos iniciar una acción conjunta entre su departamento y el mío. – Pronunció Duarte.
Hugo Lan lo observó con el fastidio pintado en el rostro.
-          ¿Cuál es el tema, Duarte?, vaya al grano sin más preámbulos. –
El escalafón de Lan era ampliamente superior que el de Duarte por lo que no necesitaba en absoluto moderar sus expresiones. Si estaba ante él era solo porque sabía que Carrascosa estaba en el medio y con ese hijo de puta no se jodía.
Duarte se explayó ampliamente sobre el tema de Cáceres y Lan, que al principio le pareció que todo esto era una pérdida de tiempo, comenzó escuchar con marcado interés la alocución de Duarte. El estado del mismo era deplorable, parecía que no había dormido en semanas.
-          Lo que necesitamos de usted, Señor Lan, es que estudie e investigue toda la documentación oficial existente sobre esta persona, solo eso, y que luego nos entregue un informe detallado. –
Lan era el Titular del Departamento Informático Nacional (DIN), una de las pocas instituciones medianamente serias del país.
-          No hay problemas, siempre y cuando me entreguen la pertinente orden judicial, tal y como lo indica la ley. –
Duarte esbozó una sonrisa cargada de malos presagios.
-          Señor Lan. – Comenzó. – Trabaja usted desde hace quince años en la DIN, ¿no es así?.  Un cargo en el sector privado sería compensado con un sueldo más que suculento. Seguro ya lo pensó, su formación y su capacidad, su experiencia, son muy poco frecuentes de encontrar en otros ingenieros. Pero, ¿qué pasaría si fuera despedido?. Suponga que se lo despida con justa causa, por inepto, por incapaz. Su mujer tiene un cargo jerárquico en el ministerio de asuntos exteriores… No joda con Carrascosa, Señor Lan, tiene contactos políticos en todos lados y política es la ciencia de lo posible. Tiene usted un presente formidable y un futuro fantástico…No lo eche a perder. –
La piel del rostro de Lan enrojeció súbitamente. No estaba habituado a este tipo de cosas, era un técnico, la lógica era su terreno y esto de lógica no tenía nada.
-          Me está pidiendo que delinca… -
Duarte bajó la vista antes de contestar. Cuando la volvió a enfocar en Lan estaba cargada de fingido dramatismo.
-          No es para tanto, Señor Lan, nada de lo que haga verá la luz. La vida no es un lecho de rosas, cada tanto nos vemos forzados a hacer cosas que no nos gustan. –
-          Me está pidiendo que viole documentos personales de un individuo, que saque a la luz toda su vida…
-          No dramatice, se trata de un indigente. Le enviaré los datos por mail. Espero los documentos en tres días, Señor Lan. Si eso no ocurre tendrá noticias de Carrascosa. Buenas tardes. –
Lan se levantó y se marchó sin agregar nada, ni siquiera saludó.

La acción conjunta de Carrascosa y Berna fue de una potencia fenomenal. El medicucho del Araoz había sido correspondientemente comprado y ubicado como sub director de un departamento de poca monta del laboratorio y el cuerpo de Cáceres ya viajaba, secreta e ilegalmente, hacia las instalaciones sanitarias de la empresa de donde Berna era ejecutivo. La operación había sido de tintes tan impecables que toda la plana directiva del laboratorio sudaba felicidad. El historial de Cáceres, obtenido por Lan, no mostraba ninguna irregularidad y los estudios e investigaciones arrojarían luz sobre un misterio milenario. Claro, todo esto había costado millones, la cantidad de gente sobornada, la cantidad de voluntades compradas, la lista era interminable pero la “inversión” justificaría el producto. Una cura genética para el cáncer, los dividendos serían astronómicos. Ya había empresas y acaudalados millonarios que murmuraban y compraban acciones por sumas multimillonarias en función de la prestigiosa trayectoria del laboratorio. La confianza en el oscuro, secreto e ilegal proyecto era absoluta. Los cotilleos en los círculos de los mercados de valores tiraban los paquetes accionarios del laboratorio por las nubes. Todo era dicha en el entorno de Berna y pronto sería nombrado miembro del directorio. El futuro se mostraba inmejorable.

Diez días después Hugo Lan leía las noticias en el diario matutino con una malévola y satisfecha sonrisa en el rostro. La empresa oncológica “Horlong & Martin” presentaba quiebra luego del desplome accionario de la semana anterior. Una investigación de la oficina de la Fiscalía de Estado había descubierto dolo y sobornos para la manipulación del cuerpo en coma de una persona que estaba internada en un hospital del estado. Directivos y ejecutivos de la empresa eran procesados y acusados de delitos de lesa humanidad al igual que innumerables directivos del departamento de Asuntos Científicos del Ministerio de Salud, entre los cuales figuraban Duarte y otros de más baja categoría, Carrascosa se había suicidado anoche y el medicucho se encontraba prófugo.
“Obviamente los investigadores del laboratorio se llevaron una gran sorpresa cuando, al provocarle cáncer a Cáceres, se propagó rápidamente por todo su organismo y, finalmente murió, como si no hubiera estado ya lo suficientemente muerto” pensó Lan. Había cumplido con Duarte, le había entregado lo requerido en un Pen Drive pero no por nada era un avezado ingeniero informático. Cuando Duarte copió los documentos a su computadora el Pen Drive se inutilizó y cuando imprimió los documentos desde su computadora el mismo virus los borró luego. De nada sirvió el intento avieso de involucrarlo, nada ligaba a Lan con el delito. En realidad todo lo que le entregó era rotundamente oficial pero fue lo no oficial, aquellos documentos enterrados y ocultos, para lo que Lan era un verdadero experto, lo que obvió. En resumen, el ingeniero había aportado su granito de arena para limpiar un poco la humanidad. Eso era todo.

23 de Enero de 1958.

Esther Cáceres, madre soltera, ingresa a sala de Pre-parto presa de terribles hemorragias. El médico obstetra no logra evitar la muerte de la madre pero alumbra a gemelos. La madre estaba sola en el mundo y de sus efectos personales se logra recabar informes personales. De los dos niños varones uno comienza con insuficiencias cardiorrespiratorias mientras que el otro muestra una salud aceptable. A pesar de los intentos de la médica auxiliar, agotada, da al pequeño por muerto, labra el acta de defunción y remite el cuerpo a la morgue. La médica de la morgue recibe el cuerpo y lo coloca a congelar. Al otro día una enfermera acude a la morgue para retirar el cuerpo del gemelo Cáceres para darle sepultura pero detecta signos de vida en el pequeño. Aterrada llama a la médica de turno. Cuando esta última revisa la documentación descubre el acta de defunción y se percata que el hermano gemelo nacido vivo había sido remitido a un asilo al no contar con ningún familiar. La médica amenaza a la enfermera con el despido y la obliga a cerrar la boca. Luego destruye el acta de defunción y confecciona otra de “Nacido Vivo” colocando el nombre del hermano y su mismo número de documento. A continuación le realiza al niño maniobras extremas de emergencia y lo ingresa ilegalmente en terapia intensiva pediátrica. Apenas recuperado lo remite a otro asilo en el otro extremo del país. Años después uno de ellos muere de cáncer en julio de 1999 y el otro en un accidente de tránsito en Diciembre del 2003.

                                            …………………………..
   

miércoles, 10 de octubre de 2012

El Ultimo Robot



Era un tribunal extraño.
Los letrados, fiscal y defensor, estaban ubicados en unos altos estrados metálicos.
El jurado, tan solo tres o cuatro individuos, sentados detrás del Juez.
El Juez, de pie frente a un sencillo atril por arriba de los letrados.
Los comisarios, desarmados y vestidos de paisanos, miraban permanentemente al público.
Y el público, ansioso y expectante, una verdadera multitud que se ubicaba apretadamente en las enormes graderías del derruido otrora estadio de fútbol.
Solo faltaba el acusado.
Un solitario banquillo frente al Juez inducía su posible futura presencia.
Un murmullo creciente provenía de las graderías y, paulatinamente, se iba volviendo casi ensordecedor.
Dos golpes con el martillo, y el murmullo cesó, automáticamente.
El fiscal se puso de pie y dando a su paso un sesgo marcial, se alisó la toga negra y acomodó su dorada peluca larga hasta los hombros.
El día ha llegado. – Dijo soberbio y retórico. – Durante cien años la humanidad ha respetado el legado de nuestros ancestros y ha renunciado totalmente a la tecnología que la llevó a la perdición. ¡Cien años!... No es poca cosa pero hemos construido una sociedad sin delito, sin crímenes… una sociedad en paz. Convivimos en perfecta armonía con la naturaleza, dictando nuestras leyes en consonancia con las de Dios. Lamentablemente, y como ustedes sabrán, esto no se logró sin una cruenta y sangrienta guerra, la historia lo refrenda. Eran las máquinas o nosotros, dilema crucial. Nos declararon la guerra… y casi ganan. Por muy poco, casi se quedan con el mundo que Nuestro Señor creó para nosotros, los Humanos. Luego que ganamos la guerra, allá, cien años atrás, tuvimos que embarcarnos en una larga y

-          penosa tarea de exterminio dado que si un solo átomo de esas asquerosas máquinas sobrevivía, la seguridad y la paz de Dios jamás llegaría a nuestros corazones… -
Un murmullo de aprobación creció en el numeroso público que colmaba las tribunas, incluso hasta se podían escuchar algunas alabanzas religiosas. Unos golpes de martillo propinados por el Juez trajeron silencio a la sala nuevamente.
-          Pero al fin, el día ha llegado, hermanos. – Prosiguió el fiscal.
-          El último robot ha sido capturado”. –
Las últimas palabras del fiscal fueron pronunciadas como una sentencia y en un tono viril y entonado.
La respuesta fue un auténtico clamor. Entre la multitud reunida se veía quienes se arrodillaban con ojos anegados de lágrimas y otros que rezaban emocionadamente. Los “Aleluya” se multiplicaban por doquier y las alabanzas a Dios y sus ángeles se repetían de boca en boca. El fiscal tomó asiento y entonces el defensor tomó su lugar.


Había que tener coraje para tomar la defensa de esa causa pero quien se encaminaba al estrado para ejecutar su alocución no se veía acobardado, aún siendo de género femenino entre tanta masculinidad. Esta vez el público respondió con desaprobación hacia quien se ubicaba ante el atril para tomar la palabra, con mesura y educación, pero rechazando la presencia. El Juez no pudo imponer el orden en esta ocasión y los comisarios tuvieron que hacer su tarea, usando una acabada disuasión oral, para que la gente se tranquilizara. Imperturbable, la defensora acomodó unos papeles sobre el atril y comenzó.
-          Somos gente de fe, piadosa, temerosa de Dios y cumplidora a pies juntillas de sus preceptos. ¿Qué pasaría si, por error, cometiéramos un crimen?.  ¿Qué pasaría con nosotros si cometiéramos un asesinato?. –
Esto último lo dijo subiendo notablemente el volumen de su voz, casi gritando. Los improperios, pronunciados casi en susurros, hacia la letrada defensora se multiplicaban. Esta prosiguió.
        La última generación de máquinas insertó en nuestra sociedad robots bio-sintéticos. Ustedes saben, lo han estudiado en los libros de La Historia Sagrada. Era imposible distinguirlos, diferenciarlos de un verdadero ser humano sin sofisticado instrumental. Si lo cortabas sangraba, si lo abrías en canal encontrabas lo mismo que encontrarías en uno de nuestros hermanos, si le levantabas la tapa del cráneo encontrabas un cerebro… exactamente igual al tuyo… -
Dijo esto último señalando a un integrante del público ubicado en primera fila. 


Claro, no eran “realmente” de carne y hueso, las máquinas no son Dios, eran bio-sintéticos. Pero lo que realmente importa es que no eran distinguibles a simple vista, ni siquiera un experto podía, ni viviendo una vida con ellos podrías haberte dado cuenta. Por eso casi ganan la guerra. Se infiltraron en nuestra sociedad y por muy poco no tomaron el control de todo. Pero, claro, Dios estaba de nuestra parte y puso la sospecha en nuestros corazones y con ello surgió la tecnología que permitió el desarrollo de los instrumentos que los detectaron. Y finalmente el mundo fue para quienes Dios quería que fuese. Pero ahora, hermanos, estamos ante un dilema fundamental, un punto de inflexión. Vino hacia nosotros, no tuvimos que capturarlo. Se entregó. Esa es la verdad. Tenemos entre nosotros un ente que según nuestra documentación es una máquina pero no tenemos realmente medios para confirmarlo. Según nuestros archivos, tiene más de doscientos años, poseemos su número de serie de fabricación, su fecha de puesta en marcha y su foja de servicio militar… Pero en realidad no sabemos, no podemos comprobar fehacientemente si es humano o no. ¿Qué haremos?. Si nos ceñimos a la ley, debemos destruirlo, pero si nos equivocamos, si esta criatura, por algún avatar del destino, llegase a ser humana, recibiríamos la condena celestial, dado que habremos 
        incurrido en asesinato, pecado capital, la salvación divina nos será negada y estaremos perdidos como sociedad hacia toda la eternidad, todo lo logrado durante un siglo de sacrificios inconmensurables habrá sido en vano. –
Ahora la gente se miraba insegura. La semilla de la duda y el miedo había sido sembrada en sus mentes. La abogada defensora bajó enérgicamente del estrado.
-          ¡Entonces, hermanos, yo les digo!. – Vociferó. - ¡Si cuando traigan al acusado, alguno de todos ustedes está absolutamente seguro de su naturaleza, le ruego que baje hasta este tribunal y lo diga!. ¡Será escuchado!. -
Bruscamente la defensora decidió terminar su disertación. En su preparado monólogo tenía algunas líneas más pero ya había logrado el efecto deseado y temía que si se extendía podría perjudicar lo logrado.
Acto seguido fue ingresado el acusado.
El juez lo miró desde su elevado estrado mientras lo sentaban frente a las enormes gradas que contenían al público. El fiscal había soñado este momento con elevados gritos de condena y desaprobación por parte de la gente pero muy poco de ello ocurrió. Solo murmullos de disgusto, frustración y duda. La labor de la defensora había sido brillante y efectiva.
-          Ahora escucharemos al acusado. – Pronunció el Juez.
Se trataba de un individuo algo entrado en años, cincuenta o sesenta, de estatura mediana y cuerpo enjuto y desgarbado, todo bastante ordinario hasta que lo mirabas a los ojos, allí el asunto cambiaba diametralmente. El reo se aclaró la garganta y con voz seca y cascada comenzó a hablar.
-          Mi nombre es Alvin Talhud. Nací en América Central hace cincuenta y ocho años y no soy una máquina… - El fiscal se levantó de un salto.
                                                          

-          ¡Mientes, criatura del demonio!. ¡Los Sagrados Documentos te condenan!. ¡Tenemos tu foto y todo lo necesario para…! . – Esta vez fue el Juez quien saltó.
-          ¡Basta!. – Dijo dando un golpe con el martillo. - ¡Su turno de hablar caducó!. Ahora es el turno del acusado. – Alvin enfocó al Juez con mirada sentida.
-           Gracias, Señor Juez. La documentación histórica que poseen puede y seguramente está plagada de errores y huecos dado que durante el bombardeo final de América el noventa por ciento de los soportes electrónicos fueron destruidos y las transcripciones sobre papel que ustedes poseen son incompletas y especialmente construidas para lograr la sociedad que ustedes han logrado desarrollar pero para nada constituye un elemento confiable para llevar adelante la matanza que hace cien años llevan a cabo. Se han equivocado. Si matar a un ser humano los condena puedo asegurarles que desde hace un siglo vienen matando personas, miles, pero no se asusten que no por ello serán condenados. –
Un clamor indignado se levantó desde la multitud que colmaba el peculiar tribunal. Alvin prosiguió.
Independientemente a lo que decidan sobre mi futuro hay ciertos asuntos que deberían llamarles a la reflexión sobre vuestras creencias y la naturaleza humana. Y más que nada

por la conducta que los caracteriza como sociedad. Bien saben ustedes que Dios creó al hombre y le dio libre albedrío, más no obstante este se inclinó siempre por el camino contrario al que el sumo Creador hubiera deseado.
El camino del bien y el amor al prójimo no figuraban con mucha prioridad en la agenda del día. Más bien digamos que se mató por arrasar el mundo que de regalo recibió y justo cuando estaba por saltar al cosmos para proyectar su destructiva labor al universo, se declara la guerra contra las máquinas, fundada, según creen ustedes, en la decisión humana de prescindir de todo tipo de tecnología, de ese momento hacia la eternidad. –
El fiscal volvió a saltar de su sitial con el dedo en alto.
-          ¿Debo suponer, máquina, que pones en duda toda nuestra filosofía de vida?. – Luego recordó al Juez, que lo miraba con severidad, y buscó cruzar su mirada con la mayor dosis de arrepentimiento posible.
-          No soy una máquina. Responderé a esa pregunta en breves momentos, lo prometo. Me dijeron que podría hablar libremente cuanto se me antoje. –
-          Eso es verdad. – Declaró el Juez. El fiscal, visiblemente contrariado, se volvió a sentar.
-          Cuando la guerra terminó… - Prosiguió Alvin - …aparecieron ustedes de entre los escombros y rescataron escritos, libros y manuscritos y adoptaron una filosofía de vida apuntada a la erradicación de cualquier tipo de crimen y delito, fundada en el amor al prójimo, decidiendo que la tecnología atentaba contra la naturaleza y la obra de Dios. Entonces optaron por vivir de acuerdo a sus leyes y armonizar con la naturaleza siendo parte de ella y no su depredador. Pues les tengo una noticia: La doctrina que ustedes profesan lleva más de dos mil cuatrocientos años de vigencia. Y les vuelvo a repetir: No serán condenados por los crímenes que efectivamente cometieron ni por los que cometan de aquí al fin de los tiempos.–    


 Esta vez la reacción no provino solo del público sino que ambos letrados y hasta el mismísimo Juez saltaron de sus estrados para increpar al acusado. El escándalo duró varios minutos hasta que por fin todos se calmaron. Entonces Alvin, que aguardó imperturbable, prosiguió.
-          No es mi intención alterarlos ni frustrarlos de manera alguna, sino que solo quiero alivianar mi conciencia, si es que debo morir… -
-          ¡Las máquinas no tienen conciencia! . – Gritó alguien entre la multitud.
-          ¡Los robots no mueren!. – Gritó otro.
-          …Si es que debo morir… - Repitió el acusado sin alterar su tono de voz. - …moriré dignamente diciendo la verdad, como el hombre que soy. –
Y se acomodó en el estrado respirando profundamente. Luego continuó, a pesar del creciente murmullo de malestar que sonaba entre la concurrencia.
-          Tomé servicio a los quince años en las filas del ejército humano. Cada vez nos reclutaban más jóvenes dado que el exterminio llevado a cabo por las máquinas nos estaba reduciendo a la mínima expresión. Por una de esas encrucijadas del destino quiso Dios que fuéramos el último escuadrón humano en combate, veinte hombres luchando sin esperanzas y quiso Dios también que yo fuera el único sobreviviente. Pude escapar por los pelos y me vine ocultando durante cuarenta años hasta que ya, cansado, no pude más y me rendí. Pero todo esto no tiene relevancia, dado que no es mi historia sino la vuestra le que debe serles revelada. –
-          ¿A que se refiere?. – Preguntó interesado el Juez. Alvin sonrió tristemente.
-          Por poco que analice la historia de su sociedad y su conducta lo entenderá. Hace cien años que respetan a rajatabla los preceptos dictados, cada uno de ustedes, cada individuo aportando exactamente, con precisión matemática, lo que el inconsciente colectivo necesita. Se mueven en una dirección precisa, recta, imperturbable. Durante cien años no han tenido una sola trasgresión a las normas dictadas, ni una sola. Tanto es así que ni siquiera saben armar correctamente un tribunal. – Alvin se dirigió al Juez. - ¿Cuántas veces ha oficiado usted de magistrado?. –
El Juez, confuso, lo miró largo rato sorprendido.
-          Pues…no… nunca… hasta hoy. – Luego se dirigió a los abogados.
-          ¿Y ustedes…?. - Nuevamente.... rato sorprendidode magistrado?ente un tribunal.viduo aportando exactamente, con precisi es que debo morir. la confusión en las miradas pero esta vez no hubo respuesta.
¿No lo ven?. Vuestro inconsciente colectivo se actualiza continuamente, se perfecciona, se amolda, se acomoda para

-          impedir el más mínimo desvío del camino trazado. ¿Creen ustedes posible construir una sociedad humana de perfección tal?. –
-          ¡Nosotros lo hemos hecho!. – Vociferó el fiscal.
-          ¡Si!. – Respondió Alvin excitado. - ¡Ustedes han construido una sociedad perfecta, es verdad!. “¡Pero no Humana!. ¡Es por eso que, hagan lo que hagan, jamás serán condenados!. ¡Porque no son criaturas de Dios!.
-          ¡¿Qué demonios quiere usted decir?!... – Preguntó a vivant quiere usted decir?litodelito, es verdad!a sin delito?. -
-          el m voz el Juez.
-          Muy sencillo. – Respondió esta vez con voz suave Alvin. – Que una sociedad como la de ustedes es imposible, dado que transgrede la misma naturaleza del hombre. ¿No lo ven?. Ustedes fueron los ganadores, los robots, y yo soy el último ser humano. Ganaron la guerra y son ahora los únicos dueños y responsables del mundo. Y espero, sinceramente, que tengan más suerte y sabiduría que nosotros. –
Alvin bajó del estrado y se fue caminando tranquilamente. Los comisarios lo seguían pero sin tocarlo ni saber que hacer.
El Juez hacía sonar su martillo desenfrenadamente y vociferaba incoherencias.
Los letrados consultaban enormes libros de texto que se ubicaban en unas estanterías tras los estrados.
Los integrantes del jurado gritaban “inocente” o “culpable” sin ton ni son y a veces hasta lloraban desconsolados.
Los integrantes del público corrían alocadamente de arriba abajo y viceversa en las tribunas y solo paraban para pronunciar alguna sentida plegaria.
Todo este caos respondía a que la lógica irrebatible de Alvin desbarataba el andamiaje vigente durante cien años, el trauma ocasionado en un cerebro biosintético ante tal evento sería grave pero no irreparable.
A pesar de la indignación y el alboroto, del desencanto, el desasosiego y los traumas Alvin no fue ejecutado y fue abandonado en plena jungla para que siguiera su vida. Los robots encontraron lógica en sus argumentos y se sumieron en la confusión. Cien años después, con Alvin muerto de viejo desde hacía ya rato, los robots volvían a crear su propia humanidad, cerrando una vez más el infinito ciclo del absurdo.

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